miércoles, 21 de febrero de 2024

Los Quemacoches


Mi relato les va a parecer el de un espectador, un actor de reparto o, menos que eso, un extra, alguien que pudo hacer, pero no hizo nada. No me interesa. Estoy muerto. Sólo quiero traer un poco de luz sobre lo que sucedió con los quemacoches y la masacre de Santa Fe.

Todo comenzó con el llamado de un vecino que dijo tener datos sobre los quemacoches. Dijo que eran unos pibes que vivían en su edificio, que reconoció a uno de ellos en una filmación que salió en el noticiero donde no se veían bien las caras, pero que lo reconoció por su remera, una remera blanca con un estampado “diabólico”, con la que lo había visto salir varias noches. La pista era bastante floja, pero a mí el tema me obsesionaba desde hacía años así que convencí a mi compañero para continuar.

Fuimos al lugar, un departamento cerca de la UTN donde vivían tres pibes, de Esperanza dijeron, padres sojeros de seguro, chicos “bien”, de aproximadamente veinte años cada uno. Dos flacos desgarbados y uno gordito con lentes. Todo lo que esperaba de estudiantes de ingeniería. Pasamos al departamento, les explicamos porqué estábamos ahí y les pregunté por la remera, uno me dijo que sí, que era una remera que había usado, que era de un amigo, que era el símbolo de una banda alemana de heavy metal, que se la había prestado para un recital, pero que ya la había devuelto. También les preguntamos sobre la noche del incendio: dónde estaban y con quién; todos tenían coartada. Nos mostraron fotos y videos de una juntada que hicieron en una quinta en Rincón ese día en esas horas y nos pasaron contactos de quienes podrían corroborarlo. Les pedí permiso para pasar a las habitaciones y revisar, dijeron que sí, que no había problema. Se mostraban amables y tranquilos, como si la presencia nuestra no los perturbara para nada.

En los dormitorios había posters del presidente Milei, de la tierra plana, algunos más de dibujos japoneses y varios de la banda alemana de la remera. También tenían libros sobre programación, sistemas, inteligencia artificial y finanzas de esos de hacerse rico en poco tiempo. Todos estaban pulcros, ordenados. Nada me pareció fuera de lo común para el perfil de esos chicos. En todos revisé los armarios y no encontré la remera que el vecino señaló, pero sacando ropa se cayeron unos billetes de mil y un papel doblado en dos. Guardé los billetes en el bolsillo. El papel lo abrí y lo leí:


LOS HIJOS DE MOLOCH
CUMPLIREMOS TU MANDATO
Y SANTA FE SERÁ TUYA


Lo di vuelta y tenía impresos unos rectángulos con una disposición antojadiza, aunque con cierta simetría, uno de ellos relleno de color rojo.



Al volver de la habitación les mostré el papel. Por primera vez noté cierto nerviosismo en sus gestos y el rictus que tenían en sus caras se rompió por un pequeño instante. Me dijeron que era un juego entre ellos y otros compañeros de la facultad, juegos de rol y otras cosas más que no les entendí. "Cosas de nerds", dijeron riendo ante mis gestos de incomprensión. Les pregunté si podía llevarme el papel, por supuesto, dijeron. 

Ya en el patrullero sacamos concluimos que esos tres virgos de suerte si encendían un fósforo para prender el horno. Lo que buscamos eran anarquistas o estafadores de seguros, gente pesada, con antecedentes o miembros de organizaciones criminales.

Al terminar la jornada me fui a casa. Cociné una pizza congelada de Grido, abrí una lata de Santa Fe, encendí la tele donde pasaban un partido viejo y me senté frente a la laptop. Busqué "Moloch" y lo que vi me puso en alerta. Enderecé y tensé los músculos de mi espalda y leí. El nombre hacía referencia a un dios perdido de una antigua civilización que exigía sacrificios de niños a quienes se los prendía fuego. Los sacrificios se hacían para que Moloch se alzará y purificará la tierra de los "impíos", de los que no creyeran en él, de los enemigos de sus fieles. El dios también tenía referencias en videojuegos, cómics, la banda alemana y hasta había un video de una banda de K-pop donde se veía claramente una pequeña estatua de él. 

Sin dudas había una relación entre el fuego y estos pibes, pero en ninguno de los incendios hubo muertos o siquiera heridos y menos niños. Me puse a pensar que quizás estaba exagerando y que, como dijeron, sólo se trataba de un juego, así iba a cerrar la laptop e ir a dormir, pero una imagen me devolvió al estado de alerta: era un dibujo de un altar de sacrificio en honor a Moloch. Saqué de mi bolsillo el papel que le encontré a los pibes y miré su reverso: la disposición de los rectángulos era idéntica a los habitáculos de las víctimas del altar.

Decidí cerrar todo y apagar, ya era tarde, necesitaba dormir un poco. Me acosté, pero no pegué un ojo en toda la noche. 

Al día siguiente fui directo al despacho de mi jefe, le conté del llamado y de lo que había averiguado y le dije que necesitábamos vigilar a los pendejos. Me mandó a la mierda. Me dijo que estábamos hasta acá de quilombos entre enfrentamientos entre bandas en las barriadas, robos a mano armada, muertos y heridos de bala y que el ministro de seguridad le estaba respirando en la nuca. Que me dejara de hinchar las pelotas y saliera a hacer mi laburo y no le tocara los huevos.  

Esa tarde me la pasé de acá para allá en el patrullero, mostrando presencia policial en la Costanera y en los barrios del centro. Mientras manejaba le conté a mi compañero lo que había averiguado y a penas si me prestó atención. Estaba más preocupado porque la esposa le había encontrado unos chats picantes con una de la fuerza. Cuando me tocó de acompañante aproveché para buscar más información: revisé grupos de Facebook o tweets que hicieran referencia al tal Moloch. No encontré nada nuevo ni relacionado con Santa Fe. Mi compañero me miró y me dijo hacele caso al jefe y dejate de joder con eso. Pero mi intuición me pedía seguir.  

A la noche fui en mi auto a vigilar a los virgos. Llevé una lonchera con latitas de cerveza bien frías y unos maníes. Tenían una camioneta SUV Chevrolet estacionada en frente, cuando fuimos la primera vez también estaba, supuse que era de ellos y le saqué una foto. 

No salió ninguno en toda la noche ni para sacar la basura. No era de extrañar que esos energúmenos no salieran de la casa y menos que no tuvieran vida social, pero si alguna conexión tenían con los quemacoches, que quemaban de noche y madrugada, entonces iban a salir. Cerca de las cinco me volví a casa.

Repetí varias noches la misma rutina sin resultados…, hasta la cuarta. Esa noche volví a estacionarme enfrente con mis cervezas. A eso de las doce salió uno, el gordito de lentes, entró en la camioneta y arrancó. Lo seguí. Anduvo despacio hasta que llegó a la avenida Costanera y ahí pisó un poco. Llegó el final, pasando la rotonda de Artigas, y después encaró para el oeste, cruzó las vías y viró para el norte. Yo manejaba y tomaba, manteniendo la distancia para que no me viera. Siguió hasta la Chaqueñada y ahí se metió. Está loco este pibe, pensé. Entré yo también, más con miedo de que me reconocieran los gorrita de que me pasara algo. Frenó y las luces rojas iluminaron un instante las casas de ladrillo hueco y algunas caras con visera y un perro flaco y sucio. Una figura se apoyó contra su camioneta, parecía una mujer, él le dio algo en un sobre. Se quedaron hablando un rato y después metió marcha atrás y tuve que apurarme para salir yo también y me tiré cerveza encima. Hicimos el camino inverso y volvió a su casa. No volvió a salir ni él ni los otros.

Al otro día tuve cambio de turno así que aproveché la mañana para ir a hablar con el Negro Palito que estaba laburando en una obra en el centro, pero que era de la Chaqueñada. El Negro Palito era buen tipo y laburante. Sólo choreaba cuando se quedaba sin guita para la droga y se llevaba bien conmigo, yo lo respetaba y él a mí, nunca lo fajé y le dejé pasar varias.

—¿Qué querés acá, basura? ¡No tengo un mango!

—¡Epa, Palito! ¿Desde cuándo trato?

Palito frunció el ceño, sacó un pucho, lo prendió y se lo llevó a la boca.

—Dale, ¿qué querés?
—Necesito saber si conocés esta camioneta, anda por tu barrio, ayer anduvo a la vuelta de tu casa — dije y le mostré la foto de la camioneta que tenía en mi celular

Palito se rascó la barba, aspiró y largó un humo denso. 

— La vi varias veces. Andan unos pendejos. Los vi hacer negocios con La Teresita. Es lo único que sé y vos sabés que con esa mina yo trato de no meterme. La esquivo si la veo. 

La Teresita era conocida en casi todo Santa Fe. Trabaja en la Chaqueñada, pero se sabe que vive en una country en la salida de la ciudad. Había estado presa por tráfico de menores, cayó por una investigación al dueño de una radio. Después resultó que también proveía chicos al Casino y ahí dejaron a todos libres. 

—Necesito que me avises si los ves de nuevo — dije y Palito se estremeció.

—No me hagas meterme en quilombos.

—Solamente si los ves, no necesito saber nada más. Te tiro unos buenos mangos, ¿sí?

—Está bien, por el piberío lo hago, p orque guita ya me debes de otros laburos.

Cuando llegué a casa me puse a imprimir el mapa de la ciudad con los autos quemados para ver si podía hacer encajar el dibujo del papel que había encontrado, pero el mapa era enorme e inabarcable. Los coches incendiados eran cientos y desde hacía más de diez años. Así que busqué los datos del auto incendiado que generó la denuncia del vecino. Se trataba de un Duna blanco que lo habían movido varias cuadras según lo que testificó el dueño y según los peritos lo habían prendido fuego con nafta, no con kerosene como la mayoría. Refiné la búsqueda. Volví a imprimir el mapa: eran muchos menos y tomando el Duna como pivote logré hacer encajar el patrón, pero faltaba un rectángulo, el del medio, el rojo. El lugar que ocupaba señalaba varias cuadras en pleno centro de la ciudad: desde el final de la peatonal hasta el Molino.

Agarré el teléfono y llamé a mi compañero que durante las próximas semanas tenía las noches libres. Le pedí por favor que vigilara a los pibes. Me dio mil vueltas, me dijo que estaba todo mal con su mujer, que no era momento, que tenía que estar en casa. Al final aceptó.

Transcurrieron varios días sin novedades. Una tarde que entré a la comisaría a hacer mi turno, Tita de la recepción me dijo que hacía unos días el Negro Palito me había andado buscando, que tenía información para mí y que lo buscara. Cuándo fue eso, le pregunté. Pensó y dijo como dos días atrás y ayer también, perdón, anda tanto Palito por acá que se me pasó. Me fui rajando a buscarlo mientras la puteaba a Tita en colores. Cuando llegué a la obra Palito se acercó a mí con cara preocupada. Les vendieron un nene, se lo llevaron en la camioneta, drogado, parecía muerto, pero no estaba muerto, yo no te dije nada sino me hacen cagar. Me subí al móvil, puse la sirena y arranqué para casa de los pibes, gol pee y no había nadie, no estaba la camioneta. Llamé a mi compañero y le dije que había visto esas noches de vigilancia. Me dijo que fue una vez nada más, que le parecía al pedo, que no me enojara, pero que la mujer no sé qué. Le corté.

Unas horas más tarde allanaron la casa de los pibes y detuvieron a La Teresita. En la casa no encontraron nada y  Teresita salió a las horas por pedido del fiscal. En el cambio de turno casi me cago a trompadas con mi compañero. Me fui a casa, me clavé dos clona y los bajé con cerveza… 

Me despertó un fuerte estruendo, me asomé por la ventana de mi departamento y vi humo en el horizonte, venía del centro. Era casi medianoche. Busqué mi auto y fui hacia el lugar.

Era viernes así que las calles estaban atestadas. Llegando al centro no había luz. Agarré Boulevard y llegando al Molino, me tuve que bajar porque no se podía avanzar. Los conductores tocaban bocina y puteaban. Me bajé y corrí entre los autos, las luces blancas y rojas iluminaban el camino. En la intersección con Rivadavia se había hecho un socavón enorme, en el fondo había fuego. Más adelante un coche ardiendo. Caminé hacia él, era la camioneta de los pibes. Me acerqué despacio, las piernas me temblaban, me cubrí el rostro por el calor y miré, había un cuerpo, un cuerpo pequeño, era un nene, una criatura. Por unos segundos quedé congelado frente al cuerpo ardiendo, luego miré a los costados, entre los autos, entre la gente que miraba y filmaba con sus celulares, estaban los pibes con sus remeras estampadas con Moloch, estaban con otros pibes más, de su edad también, agarrados de la mano, mirando hacia abajo, el mentón sobre el pecho, rezaban o entonaban un canto. Caminé hacia ellos, llevé mi mano a la cintura para sacar la pistola, pero no la tenía. Entonces se escuchó otra explosión y luego se empezó a sentir un fuerte temblor. Caí de rodillas. Cayeron pedazos de edificios sobre los autos. Se escucharon gritos. El temblor se detuvo y el socavón crujió y de él salió una llamarada que sobrepasó el techo de la estación Shell y luego se atenuó. Me incorporé, caminé y me asomé al agujero. Algo adentro se movía y empezaba a salir. Reculé. Dos cuernos gigantes asomaron, después unos ojos, un hocico de toro con una argolla de hierro que la atravesaba, en sus fauces había fuego. La gente seguía filmando, los conductores salían de los autos para hacer lo mismo. Una manos con pezuñas se apoyaron en el asfalto y empujaron hacía arriba y entonces la figura asomó casi por completo, medía diez o quince metros. Era lo que había visto en las imágenes, era Moloch. Detrás mío los pibes alzaban las manos en una alabanza. Entonces la bestia rugió haciendo retumbar todo, inhaló aire, llenó su pecho y escupió fuego hacía arriba, hacia el cielo nocturno, iluminando todo. Los pibes gritaron "¡Moloch! ¡Cumplimos tu mandato! ¡Santa Fe es tuya! ¡Moloch!". La bestia miró hacía donde estaban y con otro aliento de fuego los hizo volar varios metros. Desde el suelo gritaron como chanchos mientras se revolcaban envueltos en llamas. Moloch se incorporó del todo sobre Rivadavia frente a las luces de los celulares, enderezó su espalda como si se hubiera despertado de una larga siesta, llevó sus hombros hacia atrás y llenó su pecho de aire y junto con un alarido ensordecedor largó una bocanada de fuego interminable en todas las direcciones. 

Vi arder a los autos y a los edificios. Vi arder a los hombres y a las mujeres con los celulares en sus manos. Vi arder niños también. Vi arder mis brazos y mis piernas y todo mi cuerpo mientras mis ojos ardían y después no vi nada más.


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